29 junio 2014

Los toros

Los toros. Tema sobre el que nunca existirá consenso. Defensores y detractores: dos orillas que se ven pero nunca llegarán a tocarse. Yo, nadando en el río sin saber con exactitud a que lado acercarme...

El mes de agosto de 2009 se celebraron tres corridas en La Coruña. Saqué el boleto para la primera - los hermanos Rivera y El Cordobés componían el cartel – y, puntualmente, allí estaba ante el círculo de arena. Nunca había asistido a una corrida y la curiosidad era grande, pero realmente lo que me llevó allí fue el deseo de “definirme”: toros sí o toros no.

De niño nunca había acudido a una plaza con mi padre o mi abuelo, como le pasó a tantos aficionados actuales. Como espectáculo no me atraía especialmente, y, que el final del rito fuese la muerte de un animal, y a veces de un hombre, me retraía. No obstante, que nombres como Goya, Hemingway, Picasso, Alberti, Sánchez Dragó, Boadella, Joaquín Sabina y muchos otros estuviesen en la orilla de los admiradores me condicionaba mucho. Son abundantes las páginas escritas, los cuadros, las esculturas y la música, dedicadas a los toros. Arte y cultura a espuertas. Arrojo, valentía y drama a chorros. Esto es lo que pesa en mí. En el otro extremo está la muerte recreada de un animal noble y bravo.

Volvamos a la plaza.
El paseillo, la música, el colorido de los trajes y la expectación absorbe a la plaza . Sale el toro: derroche de fuerza y belleza, el primer encuentro con la capa y los primeros pases: perfecta coordinación, equilibrio entre vigor e inteligencia, primeros aplausos. Aparece el picador: silbidos en las gradas que irán creciendo cuando la primera sangre impregna la arena; un desahogo general se siente cuando las pullas han terminado. Con vanidad, elegancia y destreza, le son clavadas seis banderillas. El animal ha perdido fuerza pero no su orgullo, el torero toma la muleta; es el último tercio: el binomio toro-torero se hace más íntimo, el acercamiento es mayor, el público no pierde ripio, la sangre tiñe de rojo el lomo del toro, los pases se suceden y el final se acerca. El matador coge el estoque, se acerca, da unos pases por lo bajo y cuadra al toro que aún intenta seguir con la cabeza en alto. Cuando el animal, abatido por el acero, se desploma surgen los aplausos y los pitos. El torero se retira y la presidencia da el veredicto a la faena.
En la corrida que presencié había algo más: concentrado, frío, como ausente, estudiando cada movimiento en el redondel, estaba José Tomás. Fue el destino de mi mirada en repetidos momentos.

Lo aquí escrito es para el aficionado la belleza en su grado más alto; para el defensor de los animales, la tortura de un animal para divertimento de unas gentes. Para mí, la duda sigue. La muerte del toro puede verse como un acto salvaje o como una lucha valiente por la vida. Echo en falta algo más de análisis por parte de los opositores al toreo; con muchos que hablé del tema jamás vieron una corrida, no habían leído nada sobre el tema y carecían del menor conocimiento sobre la lidia y sobre el toro. Anteponen la sensibilidad ante todo lo demás y ahí se paran. Ácratas de nuevo cuño tratan de imponer su criterio por ley. Sin embargo, los defensores ostentan conocimiento, argumentan belleza, lucha, y amor por el toro. Amén de otras razones como tradición y ser “la fiesta nacional”, razones por mí desechadas: hay tradiciones que deben de ser abolidas y fiestas que pueden ser cambiadas.

¿Tendríamos que prohibir las corridas de toros? En mí, la indecisión perdura. La rémora de ser un adolescente en mayo del 68 no me abandona: “Prohibido prohibir”. ¿Recordáis?

22 junio 2014

“O legado do Tibu” para británicos

Hay una plaga que se esparce por Galicia que, por una vez en estas fechas, no son los incendios forestales: el "Legado do Tibu". Ya ha traspasado la cordillera Cantábrica y hasta ha salpicado la televisión. La Voz de Galicia está empeñada en hacerlo fenómeno mundial pero, ¿qué pasa cuando intenta conquistar otras naciones?

No recuerdo cómo empezó la cosa, pero el caso es que me vi explicando las reglas de "O legado do Tibu" a mis colegas de oficina. La conversación fue más o menos como sigue:

-La historia empezó con un tal Damian, alias "Tiburón" o "Tibu", que un día se dio un baño de agua fría y nominó a tres amigos para que hiciesen lo mismo o pagasen una mariscada. Ellos se bañaron, nominaron a otros tres, que nominaron a otros tres y la cosa terminó empapando las redes sociales. Ahora, si no pones el vídeo de la hazaña en Internet, toca pagar mariscada. Y han añadido una "camiseta oficial" para lucir mientras te mojas (dicen que los fondos de comprarla van a la lucha contra el cáncer). Mi muro de Facebook parece un capitulo de Fauna Ibérica.

-No lo entiendo. A ver. Las opciones son hacer el ridículo públicamente, pagar una cena o… ¿Cual es la otra?

-No hay otra.

-Pero dijiste que eso se hace entre amigos.

-Si.

-¿Que clase de amigo te pone en una situación así?

-No lo se. Yo es que no tengo contactos en Facebook que me apetezca ver ducharse vestidos e imagino que el sentimiento es mutuo. De hecho ya hay otra campaña viral, #PagaAMariscada, que pide a la gente que opte por la comida, por el bien de la industria hostelera y de la estética.

-Sigo sin entender elegir ninguna de las opciones. A mi un "amigo" me pone en ese dilema y lo mando a tomar por saco.

Aquí es cuando otro colega entra en escena:

-Podía ser peor. Yo entro en Internet con miedo de que un conocido haya sucumbido al "cock in a sock".

-¿Eso es lo que parece por el nombre?

-Si. Es sacarte una foto a ti mismo con el pito en un calcetín y compartirla.

-¿Y qué te dan si lo haces?

-Nada. Si eres lo suficientemente bobo para creer que hay alguna justificación que haga del "cock un a sock" una buena idea, posiblemente no necesitas que te animen demasiado.

En fin, que entiendo que probar la gallardía metiéndose en las gélidas aguas cantábricas tiene su gracia. Las caras, muecas y gritos de los aspirantes a bañista cuando voy a la playa en Galicia es parte del entretenimiento estival y acepto felizmente ser parte activa del espectáculo. Pero, igual que en otras culturas no hay contexto en el que "hijoputa" o "cabrón" sean apelativos cariñosos, vamos a tener que aceptar que allende los mares el sadismo no siempre es una parte aceptada de la amistad. Eso sí, gracias a las redes, también hemos aprendido que, aunque la estupidez humana sea infinita, si la clasificamos, puede tener límites geográficos.

14 junio 2014

Calviño



Demián tenía 11 años cuando Calviño murió. Éste era grandullón y bondadoso, lento en sus gestos y risueño en su apariencia. Decían que tenía una discapacidad y sufría ataques epilépticos. Se dirigía a Demián por el diminutivo del apellido y lo trataba con cariño y la consideración del que aventaja en 4 o 5 años la edad, 40 o 50 quilos el peso y 30 o 40 centímetros la estatura.

El curso estaba ya finalizando y los calores estivales se presentaron con precisa puntualidad. Aquella tarde de junio, Calviño decidió cambiar las clases por un baño en el río Miño. Y el Miño con sus remolinos y su frío se lo quedó. Fueron su último baño y su última tarde.

Los compañeros de colegio se enteraron la mañana siguiente al comienzo de las clases. Las versiones de lo sucedido aumentaban o se modificaban a cada hora. Y hora se había puesto para el funeral y posterior entierro al que Demián acudió envuelto en una bruma de pensamientos y achicado por la inesperada aparición de La Parca.

El ataúd brillaba sobre el suelo de madera descolorido de la pequeña habitación. En su interior Calviño parecía descansar: su cara estaba relajada y como si los ya desfallecidos músculos de ésta estuviesen anunciando una sonrisa. Alguna mosca revoloteaba por el cuarto a media luz, en una atmósfera densa y con olor a cera. Demián, extraño y desconcertado, era incapaz de asimilar lo que sus ojos trataban de fijar: que su compañero, que con tanta ternura siempre le había tratado, no fuera a levantarse más; que ya nunca lo vería por el colegio; que jamás volvería a calzar aquellos zapatos hechos por encargo por no disponer las zapaterías de su talla; que aquella noche ya la pasaría en la soledad del cementerio; que sus lustrosas mejillas se tornarían en mortecina palidez,; que, ¿cómo un tentador frescor se había vuelto tan implacable enemigo? Permaneció un rato mirando al inerte corpachón, al crucifijo, a las gruesas velas… y salió con el frío de la muerte en los huesos y la incandescencia de pensamientos en la mente.

Afuera, hacía calor. Las aguas del río bajaban tranquilas. Las vacaciones comenzaban pronto. Todo muy ajeno a Calviño.

07 junio 2014

Juzgando el género

La hora del baño es el momento en el que se revela ante mi uno de los misterios sobre los que pensar en momentos de aburrimiento.

Durante el tiempo que está en el agua, a Jueves le gusta jugar con cualquier cosa que encuentra. Ordenar botes de champú le parece un pasatiempo especialmente gratificante. Les presento a papi bote y mami bote.

La primera vez que vi a mi hija identificar el negro con masculino y el blanco con femenino me sorprendió. Si un bote fuese rosa y el otro azul, podría culpar a estereotipos sociales pero no sabía de dónde venía esta asociación. Ni siquiera ha visto fotos de boda. Después de un rato decidí que quizá tuviese que ver con que yo visto de colores más claros que el padre. Entonces vino la segunda parte:


Ésta es la familia pato. De izquierda a derecha, "Papi duck", "Juevez duck", "Mami duck". No recuerdo si habrá visto alguna película o dibujo animado con uniformes de camuflaje, pero hoy en día en todas incluyen a mujeres en la milicia, así que no es eso. Los colores ya tampoco encajan con lo que los padres nos ponemos a diario.

En la vida cotidiana, Jueves confunde el sexo de las personas regularmente, pero al dar roles de padre y madre elige estéticas que suelo asociar con un género o el otro y nunca las confunde.

En fin, aquí queda otro pequeño gran misterio para resolver - o no - en momentos de ocio.