30 septiembre 2012

Tribulaciones de la vida moderna

Fin de la baja maternal. La primera mañana de vuelta al trabajo y el metro me vomita frente a la enorme cola de la taquilla de la estación de tren. No puede ser, esto es eternizarse. Horas más tarde hice números y entre guardar turno todos los días o hacerme un pase por un año que me ahorre la espera hay dos libras de diferencia. Decidido, en cuanto pueda compro la tarjeta anual.

Pero "en cuanto pueda" es un periodo más largo cuando de la noche a la mañana la coversación diaria cambia de "ta-ta-ta" a "hay que repetir los chequeos con Estroncio de tres cámaras de ionización".

Pasa un dia. Pasan dos. La cola por los billetes de tren no siempre es tan mala. Pasa una semana...

-Hombre, la última vez que te vi esa barriga era mucho mas grande. ¿Qué fue, niño o niña?

-Niña. ¿Qué tal tu sobrina? Por entonces llevabas la ecografía de tu hermana en el teléfono.

-¡Huy, enorme! Ya casi tiene un año.

Al día siguiente, otro vendedor de los que hacía tiempo que no veía me dedicó en silencio un picaro descuento y una sonrisa.

¿Y ahora qué? ¿Pago por el billete anual con una cuenta domiciliada y comodos plazos que faciliten mi puntual llegada al trabajo, o sigo haciendo cola por poner un pedacito de variedad en mi vida?

Lo triste de todo esto es que puede que la decisión no sea del todo mía. Ayer subieron el precio del metro. En Enero le toca al tren. La tarjeta anual se queda igual. Quiza la billetera vuelva a tomar una resolucion por mí.

23 septiembre 2012

El colegio

Un nuevo curso ya está aquí, y una nueva Ley de Educación aparece en el horizonte.

Los ya mayores oímos reiteradamente que, en la actualidad, a los adolescentes se les da las cosas muy mascadas en casi todo, y también en la enseñanza: libros amenos, medios audiovisuales, laboratorios bien montados, clases de apoyo, ordenador a pie de cama, cómodas bibliotecas, aulas con calefacción, etc. Yo suelo agregar enormes mochilas más pesadas que la ciencia que transportan.

Han mejorado los medios; no obstante, hay carencias importantes que no se corrigen. Se carece de método y capacidad para despertar el interés por el saber, para que la curiosidad sea el aguijón para el descubrimiento, para presentar al estudio como incentivo de una vida más plena y al conocimiento como base para un protagonismo de la propia vida. .

Debemos ser conscientes de que entre lo que se les trata de enseñar y lo que a ellos les gustaría aprender hay una distancia insalvable, de que es menester acercar ambos puntos.

No se les ayuda, creo, disminuyendo el esfuerzo; éste es necesario y formativo, pero no debe ser baldío y origen de decepción y melancolía. Se les exige mucha materia sin poder profundizar en ella, quedando sin comprender el objetivo de una buena parte de la misma. Se les pide un aprendizaje adulterado por la óptica del profesor en forma y contenido: es increíble lo distinta que puede ser una misma asignatura en centros diferentes. El enseñante tiene que estar preparado, personal y profesionalmente, para crear interrogantes en sus pupilos, para educarlos en lugar de instruirlos, para evitar tener un alumnado atestado de datos pero falto de conocimientos, para conducirlo a pensar en lugar de chapar, para que el ánimo sea superior al tedio del aprendizaje, para que lo trabajado hoy sea un estímulo para mañana... Mucho fruto para tan poca simiente.

Es obligado ser autocríticos y admitir la ineptitud de muchos padres, la ineficacia de unas leyes y unos educadores desmotivados y faltos de pedagogía en una proporción estimable.
Así me parece.

17 septiembre 2012

El terror de las madres bilingües

El viernes tocaba reunión de familias hispanas en Glasgow. Como yo estaba trabajando, Kitboy llevó a la niña. Mi idea era salir del trabajo puntual y llegar a mitad del sarao. La de mi jefe era otra.

Llegué a la reunión tarde, mal y a rastras. Mientras recuperaba la respiración de la carrera, saludaba y cogía a la niña, las demás madres seguían con la charla. Iba sobre Terry Boltús. Al principio no me enteré muy bien, pero parece que vuelve a los pequeñines locos. Los hace hiperactivos, pierden la capacidad de concentración y se vuelven agotadores. De momento Jueves no presta mucha atención a la tele, pero hice una lista mental de los programas que me han dicho son más populares. Ballamory, Peppa Pig, Dora la exploradora... No, Terry Boltús no figura en ninguno. Pregunto quién es, pero nadie me contesta, enfrascadas en sus quejas.

Sigo intentando compaginar la conversación de las demás madres con le resumen del día que Jueves balbucea incomprensible, pero efusivamente en mi oído. El tal Terry no parece ser un juguete, ni una marca de comida, ni un club.

Finalmente decidimos volver a casa. En el coche, pregunto a Kitboy quién es el tipo del que hablaban. Una sonrisa asoma lentamente entre sus labios...

-"The terrible twos".

-¿Perdón?

-Hablaban de los "terrible twos", no "Terry Boltús".

Al parecer, los hijos de las susodichas acaban de cumplir los "terribles dos años" -que en inglés coloquial se denominan "terrible twos"- y están de un inquieto que se salen.

Y yo preocupada de que, fuese lo que fuese, nos lo regalasen por Navidad...


Lo único que le interesa a Jueves de la tele. Las marionetas de un anuncio de un servicio de préstamo rápido por internet.

09 septiembre 2012

Tony

Tony era bedel en el primer hospital en que trabajé. Era bajo, redondo y canoso. Brusco y buen tipo. Llevaba más de veinte años en el servicio de Medicina Nuclear y lo sabía todo. Médicos, radiógrafos o físicos, nos podría suplantar a cualquiera. De hecho hubo ocasiones en las que hizo nuestro trabajo mejor de lo que lo hubiésemos hecho nosotros...


El radiógrafo

Mi jefa quería comparar la información que se saca de un escaner de Medicina Nuclear y la que se ve en una ecografía de tiroides (una glándula bajo la nuez). Como entonces yo estaba en la base de la pirámide, me tocó hacer de paciente para la ecografía. Me embadurnan con el gel, me ponen el aparato en el cuello... y nada. Ni tiroides, ni la más mínima pista de por dónde puede caer. Llamamos a los radiógrafos. Uno se excusa con un “es que en la carrera las radiaciones no ionizantes eran asignatura optativa”. Otro se entusiasma, pero se desvía “Yo la tiroides no sé. ¿Y la carótida? Esa si que mola ¿Te enseño la carótida?” (la carótida es la vena que notas palpitar al poner la mano en el cuello). En medio del corrillo se abre paso Tony. “¿Qué pasa, Jefa?¿Puedo ayudar?”. Mi jefa le describe el problema. Tony me mira, aún en la camilla y con el cuello gelatinoso. Me da una toallita. “Tú ya has cumplido”. Coge el gel, se lo pone en el cuello, agarra el aparato y al primer intento, ahí está: la tiroides de Tony en todo su esplendor.

De tanto ver hacer las ecografías mientras esperaba para recoger a los pacientes, se había aprendido el proceso de memoria.


El físico

A Tony le encantaba la física. Comía siempre con nosotros y cuando íbamos a una conferencia nos pedía los panfletos de los vendedores para saber más de las máquinas.

Un día vinieron dos subcontratados a pintar la sala del escaner de Medicina Nuclear (un SPEC). Se les había explicado la situación en detalle, pero vieron el cartel de “Precaución. Zona Radiactiva” y se negaron a entrar sin hablar con “un experto”. Ya iba yo directa cuando Tony me intercepta. “Déjamelo a mí”. Va hacia los peones con aire de toro embravecido.


TONY: ¿Qué pasa?

PEÓN: A nosotros no nos dijeron nada de radiactividades. Así no queremos trabajar. O el entendido viene y nos dice qué hacer con esto, o nos vamos.

TONY: Vamos a ver... En una exploración de medicina nuclear el paciente es inyectado con un fármaco radiactivo, o marcador. Este radiofármaco es detectado por el cabezal de la máquina de diagnóstico que veis. Es decir, que el único agente radiactivo en este tipo de examen es el paciente. La sala de mediciones sin paciente no es radiactiva. Pero eso ya os lo dijo el jefe antes de venir, así que a ver si dejáis de tocaros los huevos y os ponéis a trabajar de una puta vez, que tenéis una cara de la hostia.

Ninguno de los físicos nos hubiésemos atrevido a soltar la última frase, pero sospecho que fue la más efectiva.


El médico

Entra una residente de medicina (MIR) preguntando por Tony. Cuando lo encuentra, le enseña una radiografía de tórax.


MIR: Hola Tony, venía a ver si tu crees que en esta radiografía se ve algo.

TONY: Mujer, yo miro lo que quieras pero ¿por qué no le preguntas al Dr. Blind?

MIR: Ya sabes porqué: porque nunca ve nada. Nunca está seguro y siempre termina pidiendo tropecientas pruebas. Quería ahorrarle la molestia a la paciente. A mi no me parece que tenga nada, pero no tengo mucha seguridad aún. Por eso te preguntaba a ti, que sabes más.

[Tony mira la placa con atención].

TONY: Yo tampoco veo nada en la radiografía. Pero si no estás segura, mira el historial. Según lo que se sospecha que pueda tener pide otra prueba alternativa, una ecografía o un SPEC de perfusión, por ejemplo.

Después de dar las gracias, la residente volvió al despacho. De una forma u otra, Tony terminaba viendo la mayoría de las radiografías del Dr. Blind. Si él no ve nada, no hay nada.


Alguna vez preguntamos a Tony por qué no se sacaba un título y cobraba en concordancia con lo que podía hacer. El decía que no quería perder el tiempo, que la universidad son muchos años, pero luego en el trabajo casi no usas lo estudiado. Para eso mejor pasarse ese tiempo en algo que te guste más.

02 septiembre 2012

El Botellón


En los ya lejanos tiempos en que era estudiante de bachillerato el que ahora aporrea las teclas, pocos eran los días en que terminadas las clases se iba a casa. Por el contrario. Como la mayoría, sus pasos le llevaban al salón de billar, a la terraza de mejores vistas cuando el reducido peculio lo permitía o, sobre todo, a la ineludible calle del paseo. Aquella calle que diariamente recorríamos en ambos sentidos una y otra vez buscando, despreocupadamente buscando: el encuentro fortuito, la mirada curiosa, el adiós cómplice, la frase inacabada de la que te cruzas, el último chisme de un compañero, el desahogo de la bronca con tus padres, la justificación de la mala actuación en clase de inglés, el aliento para preparar el examen de mañana, la confirmación de que  Javier y Lola son pareja, la linda blusa que hoy lleva Bety, el reflejo en el cristal de un escaparate de Rosa que viene detrás, las preciosas piernas de Berta que va con su amiga la fea, el pretencioso Abel que estrena chaqueta, la nueva chica del instituto que luce generoso escote, y también... el padre de Ana que sabe que estoy loco por su hija.

A día de hoy es muy distinto. Nada más traspasar la puerta del colegio, la mayoría de los jóvenes se suben a un autobús que los dejará en la puerta de su casa; allí estarán en comunicación con sus amigos y compañeros mediante el móvil y el ordenador, pero carecen del contacto cara a cara, no perciben olores ni sensaciones, sonrisas o miradas esquivas, es decir, las emociones se reducen. El Botellón solventa estas faltas. Se convierte en una zona de reunión, al aire libre, en donde se bebe (no todos), se habla, se observa, se provoca, se curiosea, se encuentra y se es encontrado. Esa disimulada soledad que tanto adolescente padece tiene ahí una estupenda terapia, barata y poco comprometida. La debilidad del vaso de plástico, la ausencia de hielo y otras incomodidades que pueda tener son cosas que, a la segunda copa, han perdido importancia.

Lo anteriormente esgrimido me parece uno de los factores más importantes por los que se mantiene el botellón. Cierto que su aparición tiene lugar por la carestía de las bebidas alcohólicas en bares y discotecas, argumento difícilmente rebatible y suscrito por una buena cantidad de adolescentes; sin embargo, yo no creo que sea el único causante de esta moda que, probablemente, perdurará por mucho tiempo.